De ahí pasé a vivir en zona
que no tenían nada que ver con la anterior. En la primera teníamos la suerte de
tener campo donde correr y jugar en grandes espacio para correr y estar en la
calle las horas sin que te aburrieses, nuestros juegos nunca tenían fin, La
comba, tres en raya; con piedras, El clavo, Hilo Negro El Florón, en fin los
juegos de entonces. Los chicos tenían sus juegos siempre distintos ellos eran
muy brutos.
En la tercera casa con diez
años, las horas de juego fueron
acortándose, mis padres pusieron un negocio y por suerte tenían quien
sustituyese a mamá, pasamos de ser niñas ser mujeres de nuestra casa
absorbiendo las tareas de mamá. Poco tiempo teníamos para juegos, entre la
escuela y las tareas de casa. Nos fuimos haciendo mayores sin disfrutar el
tiempo de la niñez.
¡Y para remate! Por esa
época mamá nos llevó un taller de costura para aprender a coser. Allí hicimos
mi hermana María y yo los primeros pinitos para llevar esas labores para el
resto de la familia.
Los juegos quedaron en el
olvido para siempre, la vida se fue complicando cada vez más y entrando en la
juventud el ovillo no había quien lo desenredase.
De este barrio solo contar
que estaba en la parte antigua de Cáceres, cerca de la Plaza Mayor, ese era un atractivo
más destacable. La casa grande, el patio, lo mejor de todo.
De allí salimos todas para
ir al lado de nuestro esposo del que siempre pensaba que era la liberación para
el descanso y diversión; ¡qué va! De allí a currar con el trabajo doble por que
la responsabilidad aún mayor.
¡Y, Gracias a Dios! No
puedo quejarme es un hombre bueno aunque de las diversiones huye, ¡Qué le vamos
hacer!
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