Rosa llevaba mucho tiempo con la ilusión de ir unos días al pueblo donde
nació.
Se dirigió al lugar, hacia
aquella casa grande y vieja. Todo era nuevo. Una tarde subió al desván donde
de pequeña se pasaba las horas buscando entre los enseres que allí se
guardaban. Encontró el libro que su madre no había querido nunca que leyera
hasta que se hubiera hecho mayor. Estaba escondido debajo de unas tablas
sueltas en el suelo del altillo. Al quitar las tablas, descubrió un hueco en
el que apareció el baúl de su madre.
Era de tamaño mediano, con
remaches de oro donde guardaba su ajuar. Llevaba años intentando encontrarlo
y ¡mira dónde estaba! Al abrirlo, no pudo evitar que de sus ojos resbalaran
unas lágrimas. En su interior se escondían los tesoros de su madre: la
diadema de su boda, un espejo roto, fotos de sus hijos, la máscara de carnaval,
la pipa Vauen que utilizaba y que aún conservaba el olor a tabaco y en el
fondo, el mantón de Manila negro. Al sacarlo, algo cayó al suelo. Se trataba
de un puñal viejo.
En esos momento, la luz se
apagó en un susurro y una voz de ultratumba, le gritó:
— ¿Quién te da permiso para hurgar en el pasado familiar?
Una sombra se apoderó del viejo baúl esfumándose junto a él, sin que ella
pudiera hacer nada.
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Joaquina Campón.
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