Cuanta ilusión se
pone en el viaje sobre todo en recorrer zonas del mundo donde no has ido nunca.
Nos hacemos unos
castillos que al llegar se van desvaneciendo.
Llegando al hotel
empiezan las jaulas. Mucho personal entrando en el hotel, cuando coges la llave
de tu próxima vivienda recorres la gran mole de cemento.
Doce plantas.
Demasiado grande para lo poco que vas a ocupar. Recorres pasillos, ascensor y
llegando a la habitación compruebas que el espacio que te han destinado es tan
pequeño que casi te ahogas. ¡Dirán! ¡Para lo que pagamos los jubilados tenemos
bastante! Y, no se dan cuenta que mantenemos un puñado de puestos de trabajo.
Los pasillos son
solitarios las puertas siempre están cerradas, los hoteles son como cárceles
sin comunicación entre los huéspedes. Solo nos vemos en los comedores y sala de
estar. Allí es donde vas viendo la categoría del personal. Los hay de todas
clases. Educados, ansiosos por coger comida que luego dejan en los platos.
Terminado las
horas de comer, el personal desaparece como por arte de magia.
Por las calles,
llenas o vacías todo lo ves como muñecos andantes sin cerebro, caminan sin
rumbo fijo. No se conoce a nadie y sus rostros son extraños. Lo mismo pasa con
los edificios que se encuentran el esa ciudad nueva.
Siempre se aprende
algo de las zonas nuevas que a duras penas vas reteniendo en la mente. Pronto
se olvida, solo quedan los recuerdos de las cosas relevantes. Esta vez ha sido la Ciudad
de Valencia. Ha merecido la pena ver sus edificios de la antigüedad, las
Fallas, La Capilla Sixtina. Y el gran ambiente que tiene la ciudad en esas
fechas.
Sin dejar atrás la
playa de Gandía, grade y muy bien cuidada.
Nos empeñamos en
viajar y con el correr de los años se va perdiendo la ilusión de buscar cosas
nuevas. Cada día estoy más convencida que la ilusión de viajar se va apagando y
por mucho que la sociedad se empeñe que hay que buscar horizontes nuevos, llega
el momento de decir, ¡hasta aquí hemos llegado!
¡Viva nuestro hogar
mientras dure la vida!
31-3-2018
Joaqui.