JULIA
Julia saborea el primer café.
Se pone su gabardina y, bolso en
mano, emprende la odisea diaria hasta llegar al trabajo. El camino es largo,
y a esas horas de la noche, no salen ni los lobos.
En
la década de los 50, a mediados de diciembre, a las cinco de la madrugada, la
oscuridad es su compañía. Calles estrechas, y alguna que otra bombilla
en cualquier esquina a duras penas, alumbran parte de la calle.
En el trayecto sólo ve algún gato
en busca de su amada.
A través de la ventana de la
casa, se mueven unas sombras de luz nítida. Sigue calle arriba y llega a
la plaza donde se encuentra la iglesia del pueblo, de estilo Románico, muy bien
cuidada con su hermoso reloj en la torre.
Delante conserva un jardín
amurallado de piedras. Su antigüedad le regala algún desconchado, que ella
aprovecha para llevarse alguna piedra con la que sentirse más segura.
En ese momento el reloj da la
hora. En la madrugada, los tonos bajos entran en la mente como penas en
ánimas. El canto del búho -ave de mal agüero- ulula en la torre.
Un vez que cruza el jardín se
dirige a la izquierda, encontrándose con la esquina donde se ha fundido la
bombilla. Pasa deprisa y tropieza con una voz que se mueve como un péndulo.
Julia se echa para atrás, una risa sale del personaje, que, con palabras
entrecortadas dice: —Ni-ña-a,
¿vo-y-y-y, bi-en-n-n a- mi-i-i ca-sa-a-a?
Da media vuelta y corre. Se para.
Una vez que ha recuperado el aliento, sigue andando y mirando por todas
partes.
Al llegar al puente, cerca del
Campo Santo, escucha unos ruidos, pone toda su agudeza y comprueba que son tres
golpes: dos acompasados y el otro más fuerte. Se detiene y duda si seguir o ir
a casa. ¡No tiene salida, tiene que seguir! El arroyo escupe su
agua. Danzando de piedra en piedra, siguiendo su curso y a su paso, deja el
canto del agua moviendo su caudal. Julia, oyendo arrastrar el agua percibe
voces de personas que se marcharon al sueño eterno.
Empieza a temblar. Los ruidos
cada vez están más cerca. Una voz ronca se oye.
─ ¡Juliaaaa, espera, iremos
juntos!
El miedo no la deja conocer al
tío Germán, un vecino del pueblo, que le dice:
─ Mira, soy tu acompañante de
esta noche.
El tío Germán alumbra su cara
para que le reconozca. Pero Julia, al ver unas sombras deformes y horribles, le
tira la piedra que ha recogido por el camino y corre hasta llegar al molino.
Joaquina Campón.