Rocío
Sentada en el pollo de piedra a la puerta de la iglesia,
Rocío contempla con tristeza el pasar del tiempo, la mirada perdida queriendo buscar los recuerdos ennegrecidos, con demasiadas marañas que no consigue encontrar. Mira su mandil, se limpia las manos.
A sus pies tiene un caniche, su único compañero, es un perro callejero que un día se encontró en la plaza.
La mira ladrando para decirle que es hora de la recogida.
Rocío no tiene prisa, ¡para qué! en casa no hay calor ni compañía.
En ese momento oye una voz que le dice.
─ Buenas tardes señora, ¿puede indicarme dónde está la pensión en este lugar?
─ Rosa se levanta y dice, ¡bueno, pues!
─Sí señor, ahora mismo, venga conmigo.
─ ¿Puedo cogerlo de brazo?
─ ¡Claro, cómo no!
Con dificultad camina hasta llegar a su casa, al abrir el portón pasa e invita que entre.
─ ¿Cómo se llama usted?
─Mi nombre es Israel.
─Pases, Israel pase.
La casa es antigua, muros encalados de gran espesor. Tiene dos plantas, abajo el zaguán y cocina con una gran chimenea, en los laterales unas puertas que dan a unas habitaciones, arriba varias estancias, y un cuarto trastero.
En el bajo, el wáter.
Israel extrañado de su actitud, la sigue sabiendo que una persona mayor no puede hacerle daño.
Suben al piso de arriba y le enseña un cuarto grande bien arreglado y limpio. En frente de la cama las puertas del balcón, y desde él se ve el coral de las traseras de la casa. En él se encuentra un carro de madera apoyado en el suelo, Carro antiguos, las maderas gastadas con aspecto del desuso. Gallinas picoteando y un perro acostado en una cesta de mimbre.
El horizonte se divisa vegetación que no distingue por la oscuridad del la tarde.
Le voy a preparar algo para cena.
Rocío cambiado la tristeza de su cara, ahora se encuentra alegre y risueña.
Le prepara un plato de sopa de espárragos trigueros, con jamón y huevo duros picados, unas croquetas de pollo, ensalada de lechuga con bonitos y aceitunas negras, sin faltarle unos vasos de vino. De postre, fruta del tiempo.
Israel no terminaba de saber cuál era la sorpresa que le podía ofrecer.
Rocío se levantó temprano y en el mercado compro viandas para unos días. Cordero, cabrito, conejo, perdiz, sin faltarle los menudos, un poco de todo, no sabía cuánto tiempo iba a quedarse.
Israel sale a caminar por el pueblo.
Rocío se remangó y en la cocina volvió a encontrar sus años de buena cocinera.
Las carnes las adobó para su mejor conservación.
El primer día preparó, unas sopas de menudos, de segundo el frite de cordero, sobrado de pimentón y aceite, rociado de ojo a fuego lento.
De postre, un arroz con leche, con vino de casa del tío Manuel.
Las verduras las compró al señor Jacinto, vecino suyo, la huerta se encuentra detrás de la casa.
Israel comió como hacía años no recordaba.
Cada día le sorprendía con algo nuevo y a cada cual mejor guisado.
En la sobremesa, recreaban el tiempo contando sus historias.
Pasaron dos semanas y llegó el día de su marcha, con pena la llamó y le pide la cuenta.
Usted dirá. He comido de lujo y nunca olvidaré este pueblo, ¡qué por cierto tiene mucho que ver!, ¡y por descontado, que volveré!
Rocío risueña le contesta.
─ No, no me debe Ud. nada ha sido para mí un honor dedicarle el tiempo. Soy yo la que le debe su agradable compañía. No se olvide donde me encuentro, le estaré esperando.
Joaquina Campón.
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